De las 11 a la Medianoche

La tercera hora de Agonía en el Huerto de Getsemaní


¡Dulce Bien mío!, mi corazón ya no resiste al ver que sigues agonizando... Tu sangre, formando arroyos, chorrea por todo tu cuerpo y tan abundantemente, que no pudiendo mantenerte en pie caes en un charco de sangre.

¡Oh Jesús mío, se me rompe el corazón al verte tan débil y agotado! Tu adorable rostro y tus manos creadoras apoyándose sobre la tierra se llenan de sangre... Me parece como que quisieras dar ríos de sangre a cambio de los ríos de iniquidad que recibes de parte de las criaturas, para hacer que todas las culpas se ahoguen en estos ríos, y así, con tu sangre, darle a cada criatura tu perdón.

¡Oh Jesús mío, reanímate, ya es demasiado lo que sufres! ¡Que ya se detenga tu amor! Y mientras parece que mi amable Jesús está muriendo en su propia sangre, el amor le da nueva vida..., veo que se mueve penosamente, se pone de pie y así, cubierto de sangre y de lodo, parece que quiere caminar, pero no teniendo fuerzas, se arrastra fatigosamente.
Dulce Vida mía, deja que te lleve en mis brazos. ¿Es que vas en busca de tus amados discípulos? Pero, ¡qué dolor para tu Corazón adorable el encontrarlos una vez más dormidos! Y tú, con tu voz apagada y temblorosa, los llamas:

« Hijos míos, no duerman, se acerca la hora, ¿no ven a qué estado me he reducido? ¡Ah, ayúdenme, no me abandonen en estas horas extremas! ».

Y vacilando estás a punto de caer a su lado, pero Juan extiende sus brazos para sostenerte. Estás tan irreconocible, que de no haber sido por la suavidad y la dulzura de tu voz, no te habrían reconocido. Después, recomendándoles que no duerman y que permanezcan en oración, vuelves al huerto, pero con una segunda herida en el Corazón.

En esta herida se ven todas las culpas de aquellas almas que, a pesar de tantas manifestaciones de tu amor en dones, caricias y besos, durante las noches de la prueba se han quedado como adormecidas y somnolientas, perdiendo así el espíritu de oración y de vela.

Jesús mío, es cierto que después de haberte visto y de haber gustado de tus dones, se necesita mucha fuerza para poder resistir cuando se encuentra uno privado de ti: sólo un milagro puede hacer que estas almas resistan a la prueba. Por eso, mientras te compadezco por esas almas, cuyas negligencias, ligerezas y ofensas son las más amargas para tu Corazón, te suplico que en el momento en que estén por dar un solo paso que pueda entristecerte en lo más mínimo, las rodees de tanta gracia que se detengan, para que no pierdan el espíritu de oración continua.

Dulce Jesús mío, mientras regresas al huerto parece que ya no puedes más; levantas al cielo tu rostro cubierto de sangre y de tierra, y por tercera vez repites:

« Padre, si es posible, pase de mí este cáliz... Padre Santo, ayúdame, tengo necesidad de consuelo. Es cierto que a causa de las culpas que he tomado sobre mí, soy repugnante, despreciable, el último entre los hombres ante tu majestad infinita: tu justicia está indignada contra mí. ¡Pero mírame, oh Padre! Sigo siendo siempre tu Hijo que contigo forma una sola cosa. ¡Ah, ayúdame, ten piedad, oh Padre; no me dejes sin consuelo! ».

Y luego, oh mi bien amado Jesús, me parece escuchar que le pides ayuda a tu querida Madre:

« Dulce Madre mía, estréchame entre tus brazos como cuando yo era niño; dame de tu leche como entonces, para darme fuerzas y endulzar las amarguras de mi agonía. Dame tu Corazón que era toda mi alegría ».

« Madre mía, Magdalena, mis amados apóstoles, todos ustedes que me aman, ayúdenme, confórtenme, no me dejen solo en estos momentos extremos, pónganse junto a mí y háganme corona, denme consuelo con su compañía y con su amor ».

Jesús, Amor mío, ¿quién puede resistir viéndote en esos extremos? ¿Qué corazón será tan duro que no se rompa por el dolor al verte como ahogado en tu misma sangre? ¿Quién no derramará a torrentes amargas lágrimas al escuchar tu voz tan llena de dolor pidiendo ayuda y consuelo? Jesús mío, consuélate; ya el Padre te manda un ángel para confortarte y darte ayuda, para que puedas salir de este estado de agonía y puedas entregarte en manos de los judíos. Y mientras tú estás con el Ángel, yo recorreré cielos y tierra: me permitirás tomar la sangre que has derramado, para que pueda dársela a todos los hombres como prenda de salvación para cada uno y traerte el consuelo y la correspondencia de cada uno de sus afectos, de los latidos de sus corazones, de sus pensamientos, de sus pasos y de todas sus obras.

Celestial Madre mía, vengo a ti para que juntos vayamos en busca de todas las almas y les demos la sangre de Jesús. Dulce Madre mía, Jesús quiere consuelo y el mayor consuelo que podemos darle son las almas.

Magdalena, acompáñanos; ángeles todos, vengan a ver en qué estado ha quedado reducido Jesús. El quiere que todos lo consuelen y es tal y tan grande el abatimiento en que se encuentra, que a nadie rechaza.

Jesús mío, mientras bebes el cáliz colmo de intensas amarguras que el Padre te ha enviado, siento que suspiras más fuerte todavía, lloras y deliras, y con tu voz apagada, dices:

« ¡Almas, almas, vengan a mí, consuélenme, tomen lugar en mi humanidad! ¡Las quiero, las anhelo! ¡No permanezcan sordas a mi voz, no hagan vanos mis ardientes deseos, mi sangre, mi amor, mis penas! ¡Vengan, vengan a mí! ».

Delirante Jesús mío, cada uno de tus gemidos y de tus suspiros es una herida para mi corazón que no me da paz; por eso, hago mía tu sangre, tu Voluntad, tu celo ardiente, tu amor, y recorriendo cielos y tierra, quiero ir a darles a todas las almas tu sangre como prenda de su salvación y traerlas a ti para calmar tus anhelos, tu delirio, y endulzar las amarguras de tu agonía, y mientras lo hago, acompáñame con tu mirada.

Madre mía, vengo a ti porque Jesús quiere almas, quiere consuelo; dame tu mano materna y recorramos juntos el mundo entero en busca de almas. Encerremos en su sangre, los afectos, los deseos, los pensamientos, las obras y los pasos de todas las criaturas, y pongamos en sus almas las llamas de su Corazón, para que se rindan; y así, bañadas en su sangre y transformadas en sus llamas, las conduciremos a Jesús para mitigar las penas de su amarguísima agonía.

Ángel de mi guarda, precédenos tú y prepáranos las almas que han de recibir esta sangre, para que ni una sola gota se quede sin producir todo su efecto.

Madre Mía, démonos prisa, pongámonos en camino; Jesús nos sigue con su mirada y sigo sintiendo sus repetidos sollozos que nos incitan a apresurar nuestra labor.

A los primeros pasos nos encontramos a las puertas de las casas en donde yacen los enfermos. Cuántos miembros llagados; cuantos, bajo la atrocidad de los dolores, se ponen a blasfemar e intentan quitarse la vida; otros se ven abandonados por todos y no tienen quien les dirija una palabra de consuelo y ni siquiera quien les preste los auxilios más necesarios y por eso se lamentan aún más contra Dios y se desesperan. ¡Ah, Madre mía!, oigo los lamentos de Jesús, que ve correspondidas con ofensas sus más tiernas predilecciones de amor, las cuales son el hacer padecer a las almas para hacerlas semejantes a sí mismo. ¡Ah!, démosles su sangre, para que les procure la ayuda necesaria y les haga comprender con su luz el bien que hay en el sufrir y cómo éste las hace más semejantes a Jesús. Y tú, Madre mía, ponte al lado de ellos y cual afectuosa Madre, toca con tus manos maternas sus miembros enfermos, alivia sus dolores, tómalas entre tus brazos y de tu Corazón derrama torrentes de gracias sobre todas sus penas. Hazle compañía a los abandonados, consuela a los afligidos, y para quienes carecen de los medios necesarios, dispón tú misma almas generosas que los socorran; a quienes se encuentran bajo la atrocidad de los dolores, obtenles tregua y reposo, para que reanimados, puedan con mayor paciencia soportar todo lo que Jesús disponga de ellos.

Sigamos nuestro recorrido y entremos en las estancias de los moribundos. ¡Oh Madre mía, qué terror! ¡Cuántas almas a punto de caer en el infierno! ¡Cuántas, después de una vida de pecado, quieren darle el último dolor a ese Corazón tan repetidamente traspasado, coronando su último respiro con un acto de desesperación! Cantidad de demonios se encuentran a su alrededor poniendo en su corazón terror y espanto de los divinos juicios, para dar el último asalto y llevárselas al infierno; quisieran envolverlas ya en las llamas del infierno para ya no darle espacio a la esperanza. Otros, atados por vínculos terrenos, no quieren resignarse a dar el último paso. Ah, Madre mía, son los últimos momentos, tienen tanta necesidad de ayuda. ¿No ves cómo tiemblan, cómo se debaten entre la atrocidad de la agonía, cómo piden ayuda y piedad? Ya la tierra ha desaparecido para ellos. Madre Santa, pon tu mano materna sobre sus frentes heladas, acoge tú sus últimos suspiros. Démosle a cada moribundo la sangre de Jesús, para que haciendo huir a todos los demonios, los disponga a recibir los últimos sacramentos y los prepare a una buena y santa muerte. Démosles el consuelo de la agonía de Jesús, de sus besos, sus lágrimas y sus llagas; rompamos las cadenas que los tienen atados; hagamos que todos se sientan perdonados y con una confianza tan grande en el corazón que lleguen a arrojarse a los brazos de Jesús; y él, cuando los juzgue, los hallará cubiertos de su sangre y abandonados en sus brazos, por lo que perdonará a todos.

Sigamos adelante, oh Madre; que tu mirada materna mire con amor la tierra y se mueva a compasión por tantas pobres criaturas que tienen tanta necesidad de la sangre de Jesús. La mirada indagadora de Jesús me incita a correr, porque quiere almas, siento en el fondo de mi Corazón sus lamentos que me repiten:

« ¡Hijo mío, ayúdame, dame almas! ».

Pero, ¡mira oh Madre mía, cómo la tierra está llena de almas que están a punto de caer en el pecado, y cómo Jesús se pone a llorar al ver que su sangre sufre nuevas profanaciones! Se necesitaría un milagro para hacer que no cayeran en la culpa; démosles la sangre de Jesús, para que hallen en ella la fuerza y la gracia para no caer en el pecado.

Un paso más, Madre mía, y hallamos en cambio a otras almas que ya han caído en el pecado y que quisieran una mano que las ayudara a levantarse. Jesús las ama, pero las mira horrorizado porque se encuentran enfangadas y su agonía se hace aún más intensa. Démosles su sangre, para que encuentren así esa mano que las ayude a levantarse. Son almas que tienen necesidad de esta sangre, almas muertas a la gracia, ¡oh, en qué lamentable estado se encuentran! El cielo las mira y llora de puro dolor; la tierra las mira con repugnancia; todos los elementos están en contra de ellas y como que quisieran destruirlas, porque se han vuelto enemigas del Creador. ¡Oh Madre!, la sangre de Jesús contiene la vida; démosela, para que apenas toque sus almas puedan resucitar más bellas aún y así el cielo y la tierra les sonrían.

Más adelante hay almas que llevan el sello de la perdición, almas que pecan y huyen de Jesús, que lo ofenden y no esperan ya en su perdón... Son los nuevos Judas dispersos por la tierra que traspasan su Corazón tan amargado. Démosles la sangre de Jesús, para que borre en ellos el sello de la perdición y les dé el de la salvación; para que ponga en sus corazones tanta confianza y amor después de la culpa, que los haga correr para ir a abrazarse a los pies de Jesús, y así jamás volver a separarse de él. Mira, oh Madre, hay almas que corren como desesperadas hacia la perdición y no hay quien las pueda detener; ¡ah!, pongamos la sangre de Jesús ante sus pies, para que al tocarla, sintiendo su luz y sus súplicas, puedan retroceder y emprender el camino de la salvación.

Continuemos nuestro recorrido, ¡oh Madre mía! Hay almas buenas, almas inocentes en las que Jesús halla sus complacencias y el descanso de la creación, pero las criaturas que están a su alrededor les tienden insidias y las escandalizan para quitarles la inocencia, y convertir las complacencias y el descanso de Jesús en lágrimas y amargura, como si no tuvieran otra finalidad que la de hacer sufrir constantemente a ese Corazón Divino. Sellemos y circundemos su inocencia con la sangre de Jesús, como un muro que las defienda, para que no entre en ellas la culpa; haz huir con su sangre a quienes quisieran contaminarlas; consérvalas puras y sin mancha, para que Jesús pueda hallar en ellas el descanso de su creación y todas sus complacencias, y para que por amor a ellas se mueva a piedad por tantas otras pobres criaturas. Madre mía, pongamos a estas almas en la sangre de Jesús, atémoslas una y otra vez a la Voluntad de Dios, llevémoslas a sus brazos y con las dulces cadenas de su amor atémoslas a su Corazón para mitigar las amarguras de su agonía mortal.

¡Oh Madre, oye cómo grita la sangre de Jesús pidiendo más almas! Corramos juntos y vayamos a las regiones en las que habitan los herejes y los infieles. ¡Qué dolor siente Jesús en esas regiones! El, que es vida de todos, no recibe como correspondencia ni siquiera un acto de amor: sus mismas criaturas no lo conocen. Ah Madre mía, démosles su sangre, para que disipe las tinieblas de la ignorancia y de la herejía, y les haga comprender que tienen un alma; ¡Ábreles el Cielo! Y después pongámoslas a todas en la sangre de Jesús; llevémoselas a él como hijos huérfanos y desterrados que finalmente se encuentran con su padre y así Jesús se sentirá confortado en su amarguísima agonía.

Pero parece que Jesús todavía no está contento, pues quiere todavía más almas. En estas regiones siente que se le arrancan de sus brazos las almas de los moribundos que van a precipitarse al infierno. Estas almas están a punto de expirar y de caer en el abismo; no hay nadie a su lado para salvarlas. ¡El tiempo falta, son los últimos momentos, se perderán sin duda! ¡No! Madre mía, que la sangre de Jesús no sea derramada inútilmente por ellas; volemos inmediatamente hacia ellas, derramemos sobre sus cabezas esta sangre para que les sirva de Bautismo e infunda en ellas la fe, la esperanza y la caridad. Ponte a su lado, oh Madre, haz tú por ellas todo lo que les falta; más aún, deja que te vean: en tu rostro resplandece la belleza de Jesús, tus modos son totalmente semejantes a los suyos, así que al verte podrán conocer con toda certeza a Jesús. Después, abrázalas a tu Corazón materno, infunde en ellas la vida de Jesús que tú posees; diles que siendo su Madre las quieres felices para siempre junto a ti en el cielo; mientras expiran, recíbelas en tus brazos, para que de ahí pasen a los brazos de Jesús. Y si Jesús, conforme a los derechos de su justicia, se mostrara reacio a recibirlas, recuérdale el amor con que te las confió bajo la cruz y reclama tus derechos de Madre; de manera que viendo tu amor y tus súplicas no podrá poner resistencia, y mientras complacerá tu Corazón, al mismo tiempo sus ardientes deseos quedarán satisfechos.

Y ahora, oh Madre, tomemos esta sangre de Jesús y démosela a todos; a los afligidos para que sean consolados; a los pobres para que sufran su pobreza con resignación; a los que son tentados para que obtengan victoria; a los incrédulos para que triunfe en ellos la fe; a los que blasfeman para que cambien sus blasfemias en bendiciones; a los sacerdotes, para que comprendan su misión y sean dignos ministros de Jesús: toca sus labios con su sangre, para que no salga de su boca palabra alguna que no sea para gloria de Dios; toca sus pies, para que corran y vuelen en busca de almas para conducirlas a Jesús. Démosles también esta sangre a los gobernantes, para que se mantengan unidos unos a otros y para que se muestren llenos de mansedumbre y amor hacia sus súbditos.

Vayamos ahora al purgatorio y démosles también esta sangre a las almas que ahí penan, pues están siempre llorando y pidiendo con insistencia su liberación por medio de la sangre de Jesús. ¿No oyes cómo se lamentan, no ves sus delirios de amor, sus torturas y cómo se sienten insistentemente atraídas hacia el Sumo Bien? ¡Mira cómo Jesús mismo quiere purificarlas para que cuanto antes estén junto a él! Jesús las atrae con su amor y ellas le corresponden con continuos ímpetus de amor; pero al estar en su presencia, no pudiendo todavía sostener la pureza de la mirada divina, se sienten obligadas a retroceder cayendo de nuevo en las llamas del purgatorio.

Madre mía, descendamos a las profundidades de esta cárcel y derramando sobre estas almas la sangre de Jesús, llevémosles la luz, mitiguemos sus delirios de amor, extingamos el fuego que las quema, purifiquémoslas de todas sus manchas, para que libres de toda pena, vuelen a los brazos de nuestro Sumo Bien. Démosles esta sangre a las almas más abandonadas, para que encuentren en ella todos los sufragios que las criaturas les niegan. Demos a todos, oh Madre, esta sangre; no dejemos que nadie se quede sin recibirla, para que en virtud de ella todas hallen alivio y sean liberadas. Tú que eres Reina, cumple tu oficio en estas regiones de llanto y de lamento; extiende tus manos y sácalas, una por una, de estas llamas ardientes para que todas emprendan su vuelo hacia el cielo.

Y ahora hagamos también nosotros un vuelo hacia el cielo, pongámonos a sus puertas eternas y permíteme, oh Madre, que también a ti te dé esta sangre para tu mayor gloria: que esta sangre inunde de nueva luz y de nuevos gozos tu alma y te pido que hagas descender esta luz divina en favor de todas las criaturas, para darles gracias de salvación a todas.

Madre mía, también tú dame a mí esta sangre; tú sabes cuanto la necesito. Con tus manos maternas retoca todo mi ser con esta sangre y mientras lo haces purifícame de todas mis manchas, cura mis llagas, enriquece mi pobreza; haz que esta sangre circule por mis venas y me dé toda la vida de Jesús; que penetre en mi corazón y lo transforme en su propio Corazón; que me embellezca tanto, que Jesús pueda llegar a encontrar en mí todas sus complacencias.

Finalmente, oh Madre, entremos en las regiones del cielo y démosles esta sangre a todos los santos y a todos los ángeles, para que puedan tener mayor gloria; para que exulten en un himno de agradecimiento a Jesús y rueguen por nosotros; para que en virtud de esta sangre bendita podamos reunirnos con ellos.

Y después de haberles dado a todos esta sangre, vamos otra vez a donde se encuentra Jesús. Ángeles y santos, vengan con nosotros; ¡ah!, él quiere almas, quiere hacer que todas entren en su santísima humanidad, para darles a todas los frutos de su sangre; pongámoslas a su alrededor y así sentirá que la vida le vuelve y que lo que ha sufrido en esta amarguísima agonía ha hallado su recompensa.

Y ahora, Madre Santa, llamemos a todos los elementos para que le hagan compañía a Jesús y para que también de parte de ellos reciba gloria. ¡Oh luz del sol!, ven a disipar las tinieblas de esta noche para darle consuelo a Jesús; oh estrellas, vengan, bajen del cielo a consolar a Jesús con sus rayos de luz; flores de la tierra, vengan con sus perfumes; pajarillos de los aires, vengan con sus cantos; elementos de la tierra, vengan todos a confortar a Jesús; ven, oh mar, a refrescar y a lavar a Jesús: él es nuestro Creador, nuestra vida, nuestro todo; vengan todos a confortarlo, a rendirle homenaje como a nuestro Soberano Señor...

Pero Jesús no busca luz, ni estrellas, ni flores, ni pájaros... ¡El quiere almas, almas!

¡Dulce Bien mío!, aquí están todos junto conmigo. A tu lado está tu querida Madre, descansa en sus brazos, también ella se sentirá consolada estrechándote a su regazo materno, porque bastante ha participado de tu agonía... También está aquí la Magdalena, está Marta y están todas las almas de todos los siglos que te aman. ¡Oh Jesús!, acéptalas, dales a todas tu perdón y háblales de tu amor; átalas a todas a tu amor, para que nunca más vuelva a huir de ti alma alguna. Pero parece que me dices:

« ¡Ah hijo mío, cuántas almas huyen de mí a la fuerza y se precipitan en el fuego eterno! ¿Cómo podrá pues calmarse mi dolor si amo tanto a un alma cuanto amo a todas juntas? ».

 

Conclusión de la agonía

Agonizante Jesús mío, mientras parece que se te va la vida, siento ya el estertor de tu agonía; tus ojos están apagados por la cercanía de la muerte, todo tu cuerpo se encuentra abandonado a sí mismo y el respiro frecuentemente te falta; y yo siento que se me rompe el corazón por el dolor; te abrazo y siento que estás helado; te sacudo y no das señales de vida... ¡Jesús! ¿Has muerto ya? Afligidísima Madre mía, ángeles del cielo, vengan todos a llorar por Jesús y no permitan que yo siga viviendo sin él, porque no puedo. Lo abrazo más fuerte y siento que da otro respiro y que de nuevo vuelve a no dar señales de vida... Lo llamo:

« ¡Jesús, Jesús, Vida mía, no te mueras! Oigo ya el alboroto que hacen tus enemigos que ya vienen a arrestarte. ¿Quién te defenderá en este estado en que te encuentras? ».

Y él, sacudido, parece resucitar de la muerte a la vida. Me mira y me dice:

« Hijo, ¿estás aquí? ¿Has sido entonces espectador de todas mis penas y de las tantas muertes que he sufrido? Pues bien, debes saber, oh hijo, que en estas tres horas de amarguísima agonía he reunido en mí todas las vidas de las criaturas y he sufrido todas sus penas y hasta sus mismas muertes, dándole a cada una mi misma vida. Mis agonías sostendrán las suyas; mis amarguras y mi muerte se cambiarán para ellas en fuentes de dulzura y de vida. ¡Cuánto me cuestan las almas! ¡Si por lo menos fuera correspondido! Es por eso que tú has visto que por momentos moría para luego volver a respirar: eran las muertes de las criaturas que sentía en mí».

Fatigado Jesús mío, ya que has querido encerrar también mi vida en ti y por lo tanto también mi muerte, te suplico que por tu amarguísima agonía vengas a asistirme a la hora de mi muerte. Yo te he dado mi corazón para que te refugies en él y descanses, mis brazos para sostenerte, he puesto todo mi ser a tu disposición y sabes bien con qué ganas me entregaría en manos de tus enemigos para poder morir yo en tu lugar. Ven, oh vida de mi corazón, a darme lo que te he dado en el momento extremo de mi vida, dame tu compañía, tu Corazón cual lecho y descanso, tus brazos para sostenerme, tu respiro afanoso para aliviar mis afanes, de manera que cuando respire sea por medio de tu respiro, que como aire purificador, me purificarán de toda mancha y me prepararán la entrada a la felicidad eterna. Más aún, dulce Jesús mío, aplicarás a mi alma toda tu humanidad santísima, de modo que cuando me veas, me verás a través de ti mismo y viéndote a ti mismo no podrás encontrar nada de qué juzgarme; y luego me bañarás en tu sangre, me vestirás con la vestidura blanca de tu Santísima Voluntad, me adornarás con tu amor y dándome por última vez tu beso, me harás emprender el vuelo de la tierra hacia el cielo.

Y ahora, te ruego que lo mismo que te he pedido que me hagas a la hora de mi muerte, se lo hagas a todos los agonizantes; abrázalos a todos con el abrazo de tu amor y dándoles el beso de la unión, sálvalos a todos y no permitas que nadie se pierda.

Afligido Bien mío, te ofrezco esta hora en memoria de tu pasión y de tu muerte, para desarmar la justa cólera de Dios por tantos pecados y por la conversión de los pecadores, por la paz de los pueblos, por nuestra santificación y en sufragio por las almas del purgatorio.

Pero veo que tus enemigos ya están cerca y tú quieres dejarme para ir a su encuentro. Jesús, déjame darte un beso sobre esos labios que Judas osará besar con su beso infernal; déjame limpiar tu rostro todo bañado de sangre, sobre el cual lloverán bofetadas y salivazos; y tú, estréchame fuertemente a tu Corazón y no dejes que jamás me aparte de ti. Te sigo y tú bendíceme.

 

Reflexiones y prácticas.

Jesús en esta tercera hora de agonía en el huerto de Getsemaní pidió ayuda del cielo y sus penas eran tantas que les pidió a sus apóstoles que lo confortaran. Y nosotros, en cualquier clase de circunstancia, dolor o desgracia, ¿pedimos siempre ayuda del cielo? Y si nos dirigimos también hacia las criaturas, ¿lo hacemos ordenadamente y con quien puede santamente confortarnos? ¿Nos resignamos al menos, si no hemos podido hallar la ayuda que esperábamos recibir, olvidándonos de las criaturas, para abandonarnos siempre más en los brazos de Jesús? Jesús recibió consuelo por medio de un ángel, ¿podemos nosotros decir que somos el ángel de Jesús, que permaneciendo junto a él lo confortamos y participamos de sus amarguras? Pero para poder verdaderamente ser el ángel de Jesús, es necesario que veamos nuestros sufrimientos como si él nos los hubiera mandado y por lo tanto como sufrimientos divinos; sólo entonces podremos tener la osadía de confortar a un Dios tan lleno de amarguras; de lo contrario, si los sufrimientos los tomamos humanamente, no podremos servirnos de ellos para confortar a Jesús y por lo tanto, no podremos ser ángeles de Jesús.

En los sufrimientos que Jesús nos envía, parece como que por medio de ellos nos manda también el cáliz en el que debemos vaciar el fruto de dichos sufrimientos y éstos, llevados con amor y resignación, se convertirán en un dulcísimo néctar para Jesús. Así que en cada pena diremos: Jesús me llama a ser ángel pues quiere que lo conforte y por eso me participa sus penas.

« Amor mío, Jesús, en mis penas busco tu Corazón para descansar y es mi intención reparar con ellas tus penas, para que yo te dé mis penas y tú me des las tuyas y así yo sea el ángel que te consuela ».