De las 6 a las 7 de la mañana

Jesús de nuevo ante Caifás y después es conducido a Pilato.


Adolorido Jesús mío, ya estás fuera de la prisión; estás tan agotado que a cada paso que das parece que te vas a caer. Quiero ponerme a tu lado para sostenerte cuando vea que estés a punto de caer.

Pero veo que los soldados te presentan ante Caifás, y tú, ¡oh Jesús mío!, apareces de nuevo en medio a ellos cual sol radiante y aunque estás tan desfigurado, tu luz se difunde por doquier. Caifás se regocija al verte tan malamente reducido, y al ver el reflejo de tu luz se ciega aún más y lleno de cólera te pregunta de nuevo:

« ¿Así que tú eres verdaderamente el Hijo de Dios? ».

Y tú, Amor mío, con majestad suprema, con tu voz llena de gracia y tu habitual acento dulce y conmovedor, capaz de cautivar los corazones de todos, respondes:

« Sí, yo soy el verdadero Hijo de Dios ».

Y ellos, a pesar de que sienten en sí mismos toda la fuerza de tu palabra, sofocando todo y sin querer saber más, a una sola voz, gritan todos:

« ¡Es reo de muerte, es reo de muerte! ».

Caifás confirma la sentencia de muerte y te envía a Pilato, y tú, condenado Jesús mío, aceptas esta sentencia con tanto amor y resignación, que parece que se la arrebatas al inicuo pontífice, y de este modo reparas todos los pecados hechos deliberadamente y con toda malicia, y por todos aquellos que en vez de afligirse por el mal, se alegran y gozan del pecado, y esto los lleva a la ceguera y a sofocar en ellos toda luz y gracia.

Vida mía, tus reparaciones y tus oraciones hacen eco en mi corazón y yo reparo y ruego unido a ti.

Dulce Amor mío, veo que los soldados, habiendo perdido la poca estima que les quedaba de ti, al verte condenado a muerte, te agarran y te ponen más cuerdas y más cadenas, te sujetan tan fuertemente que casi le impiden todo movimiento a tu divina persona, y empujándote y arrastrándote te sacan del palacio de Caifás. Te espera la multitud del pueblo, mas nadie para defenderte; y tú, Divino Sol mío, sales en medio de ellos queriendo envolverlos a todos con tu luz.

Al dar los primeros pasos, queriendo encerrar en los tuyos todos los pasos de las criaturas, suplicas y reparas por quienes usan sus primeros pasos para obrar con malos fines: unos para vengarse, otros para matar, para traicionar, para robar y para tantas otras cosas. ¡Oh, cómo te hieren el Corazón con todas estas ofensas! Y para impedir tanto mal, oras, reparas y te ofreces todo tú mismo.

Pero mientras te sigo, veo que tú, Sol mío, Jesús, apenas empiezas a bajar las escaleras del palacio de Caifás, te encuentras con María Santísima, nuestra hermosa y dulce Madre. Tu mirada se encuentra con la suya, se hieren el uno al otro y, aunque al verse hallan alivio, nacen de ahí nuevos dolores: en ti, al ver a tu dulce Madre traspasada, pálida y de luto; y en tu querida Madre, al verte a ti, Sol Divino, eclipsado, cubierto de ultrajes, llorando y en un mar de sangre. Pero no pueden disfrutar por mucho ese intercambio de miradas y sin embargo, sólo con el dolor de no poderse decir ni siquiera una sola palabra, sus Corazones se dicen todo, y fundidos el uno en el otro dejan de mirarse porque los soldados te empujan; y así, pisoteado y arrastrado, te hacen llegar a Pilato.

Jesús mío, me uno a mi traspasada Madre para seguirte y para fundirme junto con ella en ti y tú dirigiéndome una mirada de amor, me bendices.

 

Reflexiones y prácticas.

Jesús sale a la luz del día y es llevado ante Caifás y con ánimo firme confirma que él es el Hijo de Dios.

Y nosotros, ¿dejamos que Jesús nos guíe cuando salimos a algún lado? ¿Nuestro modo de comportarnos es un ejemplo para los demás? ¿Nuestros pasos, como si fueran imanes, son una llamada a las almas para que se acerquen a Jesús? Toda la vida de Jesús es una continua llamada para cada alma. Si nosotros nos uniformamos a su Voluntad, es decir, si nuestros pies cuando caminan son una llamada para las almas, si los latidos de nuestro corazón haciendo eco a los latidos del Corazón Divino se armonizan el uno al otro y piden almas, y lo mismo de todo el resto, conforme sigamos obrando de este modo estaremos formando en nosotros la misma humanidad santísima de Cristo. Así que, cada llamada más que hagamos será una semejanza más que recibiremos de Jesús mismo.

¿Nuestra vida es siempre la misma o empeora conforme van cambiando las circunstancias?

« Jesús mío, Santidad sin igual, sé tú mi guía, haz que también en mi modo de comportarme externamente yo dé a conocer toda tu vida divina ».